jueves, 26 de julio de 2012

LOS VALORES ESPIRITUALES DE LOS JÓVENES EN LA FAMILIA

Los padres, en general, se preocupan de la formación humana de sus hijos por las consecuencias que puede tener para su futuro. A la educación en la fe no se le da tanta importancia. A muchos de ellos les parece suficiente “delegar” esta tarea en la catequesis parroquial, en la escuela o en el colegio. Sin embargo, un niño que participa en la catequesis o recibe formación religiosa escolar sin tener en su hogar referencia religiosa alguna, es difícil que asimile e interiorice su fe. Si en casa Dios no tiene importancia alguna, si Cristo no es punto de referencia, si no se toma en serio la religión, si no se viven las actitudes cristianas básicas, la fe no arraigará en él. 
El clima familiar es absolutamente necesario para interiorizar el mensaje religioso que el niño recibe en la catequesis o en el centro escolar. Pero la educación de la fe dentro del hogar no puede seguir hoy los pasos de aquella socialización casi mecánica del hecho religioso cuando la fe era impuesta como una herencia necesaria del pasado. El hijo necesita aprender a ser creyente en medio de una sociedad descristianizada. Esto exige vivir una fe personalizada, no por tradición sino como fruto de una decisión personal, una fe vivida, que no se alimenta sólo de ideas y doctrinas, sino de una experiencia gratificante; una fe no individualista, sino compartida en una comunidad creyente; una fe centrada en lo esencial, que puede crecer entre dudas e interrogantes; una fe no vergonzante, sino comprometida y testimoniada en medio de una sociedad indiferente.

Dios tiene sus tiempos, que no siempre coinciden con los nuestros, hay ideales que si no prenden en la primera juventud, se pierden para siempre. Es algo que sucede en el noviazgo, en la entrega a Dios y en muchos otros ámbitos. Es en la juventud cuando surgen los grandes ideales de entrega, los deseos de ayudar a otros con la propia vida, de cambiar el mundo, de mejorarlo. Esa decisión es un acto de libertad que germina en el seno de una educación cristiana. La familia cristiana se convierte así, gracias a la respuesta generosa de los padres, en una verdadera Iglesia doméstica, donde el Espíritu Santo suscita todo tipo de carismas y santifica así a toda la Iglesia.
Una palabra final. Muchos padres de familia se quejan de tantos males como aquejan al mundo: de la falta de recursos morales en la sociedad; de la falta de personas que puedan regenerar determinados ambientes; de la falta de ideales grandes en la vida de tantos jóvenes. La solución a esas faltas está, en gran medida, en la mano de los padres cristianos con verdadero afán misionero y apostólico, que se esfuerzan por dar a sus hijos una verdadera educación cristiana; por sembrar en su alma ideales de santidad; por ensanchar su corazón con las obras de misericordia, creando en torno a sí un ambiente de sobriedad y de trabajo. Las grandes crisis son crisis de santos: faltan padres e hijos santos.



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